Hay memorias que no solo habitan en el recuerdo, sino que laten en lo más profundo del alma. Entre ellas, los Viernes Santos de mi niñez ocupan un lugar bien guardado, tejidos de espiritualidad popular, silencio reverente y un profundo sentido de comunidad.
En el sur dominicano, donde las creencias brotan como parte viva de la identidad, aquel día santo se vivía con una solemnidad que impregnaba cada gesto, cada sonido —o su ausencia—, cada plato servido y cada suspiro contenido. Para los muchachos de mi generación, el Viernes Santo era uno de los días más esperados del año.
Desde la madrugada, el ambiente anunciaba que algo especial estaba ocurriendo. Las casas se convertían en templos, el tiempo parecía detenerse, y las personas asumían una actitud de recogimiento casi sagrado. El silencio no era meramente ausencia de ruido: era una norma inviolable de respeto. No se oían radios ni voces en tono alto. Incluso los morteros quedaban inmóviles desde la noche anterior, porque se creía que cualquier sonido estridente, toda expresión de júbilo o bullicio, constituía una falta de respeto al dolor de Cristo en su pasión y una traición a la tristeza compartida por su sacrificio.
En esas madrugadas silenciosas, los mayores salían a recolectar ramas de árboles como la guanábana, la canelilla y el piñón —este último dispuesto en forma de cruz—, a las que se atribuían propiedades curativas. Colocadas en los techos de las cocinas, se usaban en infusiones consideradas bálsamos para los enfermos. Pero su eficacia dependía del cumplimiento estricto del ritual: debían recogerse en absoluto silencio, pues cualquier palabra pronunciada anulaba su poder.
Esta tarde del Viernes Santo 2025 me asalta el recuerdo entrañable de mi tío abuelo Ramón Fulcar (Moncito), cortando ramas con el esmero de un sacerdote en plena liturgia; de mis primos y yo hurgando la tierra en busca del carbón milagroso, creyendo con fe pura en sus virtudes protectoras; de jóvenes mayores, incluido mi hermano Héctor, visitando casas con sus envases, y de mi madre, sirviéndoles desde un enorme caldero una generosa porción de chacá, con una sonrisa que iluminaba la solemnidad del momento.
La alimentación era también parte esencial de esa liturgia no escrita. Comer carne era considerado impío, una ofensa directa al cuerpo martirizado de Cristo. Por ello, en la mesa familiar se repetía invariablemente un mismo menú: arroz, habichuelas y bacalao. El pescado en general estaba permitido, aunque en mi comunidad no se tenía acceso a otras variedades más allá del bacalao salado.
Sin embargo, ese recogimiento encontraba su contrapunto en la dulzura compartida. Las cocinas se llenaban de aromas de habichuelas con dulce, chacás, jaleas, habas dulces y buñuelos. Estos dulces no eran un lujo ni una indulgencia, sino un acto profundamente comunitario. Se compartían con los vecinos y, como parte de la tradición, grupos de jóvenes recorrían las casas con envases amarrados a sus cinturas, recibiendo ofrendas que representaban una alegría serena, permitida en medio del duelo sagrado.
Y no todo era alimento o silencio. También existían advertencias solemnes. Se prohibía bañarse en ríos o arroyos bajo la creencia de que quien lo hiciera podría convertirse en pez. Los viajes se evitaban y se permanecía en casa, como si el mundo entero se redujera al hogar, al dolor reverente y a la contemplación tranquila.
Estas prácticas no eran meras costumbres. Eran expresiones auténticas de una religiosidad popular viva, que confería sentido a cada acción cotidiana. Una espiritualidad sin pretensiones, profundamente humana, que no requería de grandes templos para manifestarse, sino del alma compartida del pueblo, de su memoria, de su fe y de su respeto por lo sagrado.
Es importante subrayar que la identificación y descripción de estas expresiones no implican, en modo alguno, adhesión o alineamiento con filosofías, ideologías o doctrinas religiosas particulares —a las que incluso trascienden—, sino que representan el reconocimiento y respeto hacia las formas de vida, las cosmovisiones y la identidad cultural de nuestras comunidades en diversos momentos de su desarrollo histórico.
Hoy, al evocar los Viernes Santos de mi niñez, no solo recupero memorias entrañables, sino que reivindico el valor patrimonial de esas vivencias. En ellas reside una fuente inagotable de sentido, de cohesión social y de riqueza espiritual que, más allá de credos particulares, forma parte del alma dominicana y de su manera única de vivir la trascendencia a través de lo cotidiano.
Viernes Santo. 18 de abril de 2025